lunes, 8 de noviembre de 2010

UNA RARA TARDE


Mario y Luis estaban jugando en la plaza de su pueblo, Brea, cuando de pronto el cielo comenzó a oscurecerse y cayó una tormenta. En poco tiempo, el suelo mojado se volvió resbaladizo. El balón se cayó por una alcantarilla que, por error, estaba abierta. Mario gritó:

- ¡Corre, Luis!, vamos a por el balón.

- ¿Dónde está?, no lo veo.

- Se ha metido por ese agujero – volvió a gritar Mario echando a correr.

Luis llegó después porque corría menos, estaba más gordo y sus piernas eran más cortas.

Bajando por la escalera, Luis dijo:

- ¡Puaj!, ¡qué mal huele aquí!

- Normal, las alcantarillas siempre huelen así de mal, aquí viene a parar toda la suciedad que nosotros tiramos por el desagüe.

- ¡Para ya! Me da asco – dijo Luis poniendo caras raras.

Continuaron bajando hasta que Luis se resbaló y cayó al suelo, a tiempo de ver cómo alguien movía la escalera.

- Mario, tú que eres el listo, dime ¿qué es un hombre muy bajito, con barba y orejas gigantes?

- ¿Un duende? Los duendes no existen; así que venga, sigamos.

- Pues yo estoy seguro de que…

- Será cosa del golpe

Y siguieron por el segundo tramo de escaleras hasta que llegaron al final, donde vieron una puerta cerrada a la que llamaron muy educadamente:

-¿Hay alguien? Por favor, abrid.

La puerta se abrió sola y allí, en el centro, encima de una mesa brillante, estaba su pelota. Luis echó a correr.

- Para, dijo Mario, no hagas ruido y entra muy despacio.

En el momento en que tocaron la pelota, una alarma chirriante sonó y la puerta se cerró. Los dos hermanos repitieron educadamente:

-¿Hay alguien? Por favor, abrid.

Pero nada, la puerta siguió cerrada, se abrió un túnel en el suelo y se tiraron por él. Aparecieron en su jardín, con su pelota, y se pusieron a jugar; pero, después, se dieron cuenta de que no era la misma pelota: el día que sus padres la compraron pusieron sus nombres, que no se habían borrado en años; y los nombres no estaban.

No les importó, siguieron jugando hasta que Luis la golpeó con fuerza y un gran tapón salió disparado, la pelota no tardó en deshincharse, como un globo cuando se le escapa el aire. No hubo manera de pararla hasta que cayó a un pozo que estaba al lado de la vaya.

Mario quería bajar a por su balón.

- Pues yo no pienso acompañarte – le dijo Luis.

- Si yo bajo, el balón será sólo mío. No pienso dejártelo, por miedica. Le dices a papá que te regale otro a ti.

- No puedes bajar solo, Mario. ¿Y si te encierran?

- ¿Quién me va a encerrar? – contestó Mario riendo a carcajadas - ¿Las ratas? – Y seguía riendo.

- ¡Pues no! – gritaba Luis enfadado porque le estaba haciendo burla – El duende que me tiró de la escalera.

- Como si existieran.

- Pues sí, yo lo vi. ¿Y si te caes de la escalera y te rompes una pierna? Si estás solo, ¿quién te ayudará?

- Vale, haremos una cosa: – reconoció Mario – Me llevaré un silbato por si corro peligro; y, cuando tú lo oigas, baja.

Pero en ese momento vieron un pequeño duende que estaba cerrando la alcantarilla. Intentaron abrirla, pero fue imposible.

- ¡Oh, no! – gimió Mario.

- Ya te dije yo que existían – gruitó, Luis, y un poco más calmado, siguió - Por aquí ya no se nos caerán más juguetes.

- Tú estás tonto. – le increpó Mario – Nos hemos quedado sin pelota.

Cuando los dos volvieron tristes a su casa, vieron que en el jardín estaba su viejo balón, con sus nombres escritos. ¿Quién la habría puesto allí?

miércoles, 3 de noviembre de 2010

ALLÁ VAMOS

Hace muchos millones de años nuestros antepasados, después de disfrutar su tesoro, pensaron que lo mejor sería enterrarlo y guardar el mapa que conducía a él para que otras personas lo pudieran desenterrar y disfrutar.

Juan, Raúl, Pepe y Andrés son los mejores amigos que pueden existir. Juan es alto y robusto, pero sobre todo es el más despistado. Raúl es el más pequeño, tiene la cara llena de granos; es alto. Pepe es muy bajito y regordete y siempre tiene la cara roja como un tomate. Andrés tiene mucho pelo, negro como el carbón y muy rizado; también tiene un lunar en el cuello, por esose diferente a los demás.

El grupo se llama "Allá vamos". Siempre que Juan pregunta:

- ¿Qué vamos a hacer hoy, chicos?

Todos responden:

- Vamos a buscar un tesoro.

Entonces, Juan grita:

- ¡Allá vamos!

Esa tarde, llegaron a la isla en medio del río y cuando cavaban debajo de un árbol para esconder un balón encontraron un mapa. Entonces, Juan dijo:

- Mirad, chicos, el mapa marca que aquí hay un tesoro, por allí, cerca de ese montón de piedras que parece una flecha.

- Sí, tienes razón, - respondió Pepe, entusiasmado - empecemos a cavar.

Los cuatro amigos se pusieron manos a la obra hasta que encontraron una pequeña vasija de barro.

- ¡Vaya!, parece muy antigua - dijo asombrado Raúl.

- Sí, parece un tesoro de verdad - añadió Pepe.

- ¿Qué habrá? - preguntó Andrés.

- Seguramente estará lleno de monedas de oro - les animó Juan.

- Sí, y piedras preciosas - continuó Pepe.

- Igual no hay nada - susurró Raúl.

Todos lo cogieron con cuidado y lo sacaron para ver, por fin, qué había dentro. Cuando lo abrieron se encontraron con un montón de huesos antiguos, piedras talladas y calaveras.

- ¡Qué desilusión, yo que creían que nos iba a hacer ricos! - casi lloró Andrés.

Estaban a punto de tirarlo todo y romperolo cuando oyeron que la alarma del barco sonaba...

Pepe se despertó de un sobresalto y descubrió que la sirena del barco no era nada más que su odiado despertador, era la hora del ir al cole.

Fue muy contento y les contó sus amigos Juan, Andrés y Raúl la maravillosa historia que había soñado.

lunes, 1 de noviembre de 2010

EL CONEJO DE ALICIA



Marcos y Pablo, hermanos, eran muy traviesos. Los vecinos estaban muy enfadados con ellos.

Pablo era bajito y delgado; Marcos era alto con la cara llena de granos.

Un martes, después del colegio, cuando ya habían hecho los deberes salieron al jardín de su casa y Marcos leía en voz alta un libro: “Alicia en el país de las maravillas”.

Marcos vio pasar un conejo por entre las matas, y dijo:

- Me gustaría ser como Alicia.

- Pues la tía Wensley tiene un árbol con un hermoso agujero, - recordó Pablo - ¿y si nos metemos dentro?

- Es una buena idea – apoyó Marcos – Preparemos la mochila ¡nos vamos de excursión!

Y así recogieron linternas, una tableta de chocolate para cada uno y 6 zumos para repartírselos. Al cuello, se colgaron su cantimplora llena de agua.

Cuando llegaron llamaron al timbre. Cuando la tía abrió, la saludaron y le pidieron permiso para ir al jardín.


Lo primero que vieron, entre la hierba, fue al conejo blanco de su prima Wendy, que corrió a esconderse dentro de su árbol favorito; bueno, el único árbol del  jardín.

Se metieron en el agujero. En realidad, sólo entró medio cuerpo de Pablo, que enseguida gritó:

- ¡Socorro! Estoy atascado, y no puedo salir.

- No te muevas, que voy a tirar de ti– dijo Marcos, mientras tiraba de las piernas de Pablo.

- Tira con más fuerza. – suplicaba Pablo – Tengo miedo.

- Prueba un poco de agua, a ver si te encojes, como le pasó a Alicia.

- No llego a coger la cantimplora. Mis brazos están atascados.

- Voy a buscar ayuda – gritó Marcos, echando a correr.

A los quince minutos volvió con el señor Thomson. Al pedirle ayuda, el señor Thomson preguntó:

- ¿Y por qué os iba a ayudar? Vosotros dejasteis escapar a mis gallinas, soltasteis a mi ganado, destrozasteis mis flores, rompisteis el cristal de mi invernadero, la puerta de mi coche…

Mientras el señor Thomson les decía todo lo malos que eran, se enfadó tanto que se puso rojo, como la reina de corazones. Entonces pensó que lo mejor sería que se le quedase la cabeza dentro para siempre.

- Vale, vale – le cortó Pablo – Ya sé que nos hemos portado mal pero, por favor, tengo la cabeza envuelta en tierra, le prometo que no le volveremos a causar más daño.

Mientras, Marcos asentía con la cabeza.

Los dos tiraron fuerte de Pablo, y éste salió con toda la ropa sucia y el conejo aprovechó para escapar él también.

Cuando le explicaron a su madre lo ocurrido, les castigó un mes sin salir.

El conejo se despidió de ellos, guiñándoles un ojo por la ventana cada día de su castigo.